Hoy, pensando en escribir sobre mi madre, me he puesto a hacer un bizcocho. Típico de una madre ¿verdad?… al menos de la mía, cómo tantas cosas deliciosas que sabía hacer.
Y así, con el aroma del bizcocho que me recuerda a mi madre (y a mi abuela), estoy escribiendo.
El recuerdo que primero me viene de mi madre no es el de los bizcochos que hacía, sino las conversaciones de cocina que siempre teníamos. Si la cocina de la casa hablase… o cantase… Porque si en ella se habló mucho, también se cantó mucho. Seguro que a muchos de los lectores les ocurre igual, la cocina es el lugar de conversación.
Han sido y siguen siendo muchos los ratos de charla en la cocina, largas conversaciones que lo mismo sucedían mientras ella cocinaba, que igual nos sentábamos ella y yo solas en la gran mesa redonda de este mismo lugar y con la peque revoloteando y queriendo llamar la atención de la madre. ¡Caray!, ¿qué tendrá la cocina?… Lo mismo daba que estuviéramos ambas solas, que si entraba alguien más, entraba en la conversación y seguíamos. A veces, recuerdo que mi madre cortaba porque se había pasado toda la tarde y tenía cosas que hacer.
Como ya conté en otro artículo, cuando de pequeña aprendí sola a tocar la guitarra, me gustaba darle conciertos a mi madre en la cocina. Mientras ella cocinaba, yo ponía una silla detrás de ella y cantaba cuanto aprendía. Yo creo que ese momento recorrió casi todos los años de infancia desde los 7 a los veintitantos, que se repitió constantemente. A veces, me deleitaba cantando alguna copla y contándome sus historias de cuando era pequeña que cantaba copla delante de todos los vecinos en el pueblo de su tía.
Según nuestra cultura y en aquella época, se esperaba que las madres tuvieran perfecta la casa y prepararan comidas caseras y cuidaran de los niños y de su marido que era el que trabajaba, o como antes se decía, “llevaba los pantalones”. Consagrar su vida a su marido y sus hijos es lo que se esperaba después en la postguerra y mi madre que nació al acabar la guerra, como tantas mujeres, así lo aprendió.Pero volviendo a aquella época, hablo de los “60”, yo supongo que era lógico que una madre estuviera a menudo en este lugar: “la cocina”.
La cocina de mi casa, era muy grande. Tenía una mesa redonda donde cada uno estableció con el tiempo su lugar. El orden en la mesa siempre fue mi madre, mi hermana pequeña, mi hermana mayor, mi hermano, mi padre y yo, es decir, yo quedaba atrapada entre mis padres. Mi tía (hermana mayor de mi madre) también ocupó su lugar como una más. En esa mesa, hubieron toda clase de conversaciones y risas, también lloros por no querer comer algún plato no deseado.
Hablando de platos, es uno de los grandes placeres que he heredado de mi madre, la creatividad en la cocina (aunque perteneciendo a esta época actual, no me dedique tanto como lo hizo ella). Recuerdo que a mi no me gustaban las verduras ni las legumbres ni la sopa ni nada que no fuera tortilla o carne o arroz, cosa que hoy es todo lo contrario, prefiero sopas, pescado y toda clase de verduras frescas o cocinadas. Pero mi madre hacía unas comidas, que yo no sabía lo que eran y me gustaban. Era una artista para disfrazar las verduras de cualquier manera y así no darme cuenta que las comía. Esa receta de morcilla vegetal hecha con berenjena y cebolla con piñones, hizo que yo con el tiempo me hiciera adicta a los vegetales y sin disfrazar.
Mi madre nunca me enseñó a hacer de comer. Cuando yo fui a Guinea por primera vez, tuve que hacer de comer, cuando me tocaba, para las tres personas que formábamos el equipo.
La primera vez que yo hice paella, me preocupé bastante porque nunca lo había hecho. Pero cuando comencé a sacar cacerolas y los ingredientes, de repente me empezó a venir a la cabeza las imágenes que mi mente había registrado durante tantas conversaciones con mi madre haciendo esa misma comida. Entonces, aquello que estaba en mi mente en segundo plano pasó al primero, y paso a paso pude seguir la receta a la perfección. Era curioso como al recordar las imágenes junto a mi madre, podía hacer la comida sin ningún problema, incluso la cantidad de sal necesaria. Y así, supe hacer lentejas y otras comidas caseras que me eran familiares.
Todos, absolutamente todos hemos tenido historias con las comidas, de una manera u otra. Se dice que el alimento es la madre y que cuando uno tiene problemas con la alimentación es que hay una desconexión con la madre, algo que en una etapa de nuestra infancia no funcionó bien. Yo precisamente no tuve problemas de este tipo. Yo comí todo cuanto mis padres me dieron, o casi todo, porque en mi casa nunca se tiraba nada a la basura, siempre se fue muy firme en eso.
Hoy, muchas familias han perdido la costumbre de comer juntos a diario. La mesa familiar es una buena manera de comunicarnos y estar pendientes de los nuestros, de reunirnos, de vivir y hacer familia. La televisión en la cocina, hizo que se fueran perdiendo estas sanas costumbres, por entretenimiento y porque los más pequeños abrían la boca más fácilmente ante la caja tonta y era más fácil para los padres soportar el rato de estar pendiente de que estos comieran. Así, desapareció la conversación, la escucha, el compartir gustos y texturas, comentarios sobre el día, la vida, las noticias, los estudios, los exámenes… hablar de nuestros planes, de lo que nos gusta y no nos gusta… de prestarnos atención unos a otros… de ayudarnos…
Pero en mi casa, el hecho de comer juntos e incluso cenar juntos muchas noches, hacía que todos en la unidad familiar, nos conociéramos bien. La mesa era una pequeña escuela.
La mesa no era el único lugar de reunión que proporcionaba principalmente mi madre. Ambos, mi padre y mi madre, organizaban una reunión todos los jueves en la noche, en la que se hablaba de los problemas de cada uno y qué solución ponerles o quién podría ayudar. Si yo andaba mal con las matemáticas, en esa reunión se hablaba del tema y alguno de mis hermanos se ofrecía a ayudarme, y así, todo lo expuesto se trataba desde la unidad familiar. Yo recuerdo que este día desde bien pequeña era importante para mi, porque yo podía hablar de mis problemas, ya fuera que se había roto una muñeca como que en clase había una niña que me empujaba, es decir, era escuchada con atención, al igual que yo también escuchaba al resto. Y mis padres, desde el lugar que les correspondía, dirigían esa reunión con el entendimiento y el amor necesarios, pero también con la disciplina que les caracterizaba.
Ayer precisamente hablando con mi madre, recordamos los momentos en los que mi tía y ella doblaban las sábanas para plancharlas y entre ambas me hacían el columpio y yo me subía a él y reía con ellas. Todo se vivía sin prisas.
Otro momento que recuerdo con mucha ternura, era al caer la noche, antes de acostarnos, mi madre nos regalaba cosquillitas por los brazos y la espalda a mi hermana pequeña y a mí. Era un dulce placer tener este rato, que a veces con tanto ahínco llegábamos a exigir, incluso a contar el tiempo por si con una duraba más que con la otra.
En mi familia hubo muchos momentos tristes, pero los alegres siempre fueron más fuertes y sobre todo, más intensos. Por ello conservamos tan buen aroma familiar.
Pero si mi padre como bien dije en el artículo anterior fue el hombre de mi vida en mis primeros años, mi madre fue la mujer de mi vida a partir de los 12 años hasta el día de hoy. Pues esas conversaciones de cocina, en la etapa adolescente, la etapa difícil, me ayudaron a expresarme y comunicar mis sentimientos. Si respetó mis secretos es porque quería mostrarme que podía confiar en ella y aceptaba que ciertas cosas no quisiera contárselas. Pero yo siempre tuve la necesidad de expresarme y contarle, y ella siempre esperó con el corazón abierto, sin reproches por nada, sin esperar nada, con ese instinto natural femenino y que en mi madre siempre ha sido sobresaliente. Enjugando mis lágrimas y calmándome cuando era necesario, siempre estaba ahí.
Aprendí a cuidar de mi misma gracias a mi madre. Gracias a ella aprendí lo que significa “ser mujer”. Ella siempre creyó en mí y me apoyó en todos los pasos que yo he dado en mi vida.
Cuando fui más mayor, las conversaciones entre ambas eran distintas, pues ella comenzaba a compartir conmigo cosas personales y sentimientos propios, y eso hacía que yo me sintiera útil, valorada y confidente.
Si algo no me gustó de mi madre, fue las obligaciones del hogar, aquello que debía ser común para todos, a mí se me hacía “cuestarriba” y como una imposición de la que no tenía escape. Debía limpiar el polvo, alfombras, ordenar habitación, tender la ropa, ir a la carnicería… esos deberes del hogar, ¡eran horribles!… y cuanto más años iba cumpliendo, más tareas se me encomendaba. Mi hermana mayor se casó cuando yo tenía 12 años y cuando cumplí 16, se casó mi hermano. Entonces mi hermana pequeña tenía 7 años y yo llevé durante unos años el peso de la casa compartido con mi madre, que por supuesto siempre encabezaba todas las tareas. Recuerdo que el sábado era el día fuerte de la casa, y cuando yo me quejaba, mi madre me hacía ver que todos allí hacíamos tareas, hasta mi padre que limpiaba cristales y alfombras, y a veces le tocaba lavar los platos (a pesar de que en aquella época eso no estaba bien visto). Pero si mi padre lo hizo es porque también lo vio en su propio padre, mi abuelo (que yo también vi con mis propios ojos).
Cuántas veces mi madre se habrá sacrificado por mí. Ahora que soy mayor, comprendo y veo lo que es capaz de hacer una madre por sus hijos e hijas. Pasar noches en vela turnándose con mi padre para bajarme la fiebre, llevarme al colegio estando ella enferma, teniendo más o menos ganas hacer lo que debía hacer desde su responsabilidad con su marido e hijos, etc. Sacrificios personales que la mayoría de las veces nadie supo ni sabrá. Y superar grandes enfermedades, sacando fuerzas de donde ya parece que no quedan.
Yo se que mi madre tenía muchas cualidades para, desde aquella época, haber estudiado y haber sido maestra o quizá alcanzar un puesto de directora de algún colegio, pues comenzó con estudios mercantiles y contabilidad en una conocida academia en aquella época en Murcia. Ya de jovencita quiso estudiar más y mi abuelo le hizo ver que mejor era trabajar en la tienda familiar y aprender del hogar para formar una familia.
Seguramente su vida hubiera sido distinta si hubiera trabajado, alguna vez llegué a pensar que incluso hubiera sido más feliz y se hubiera sentido más satisfecha, ¿o no?… ¡quien sabe!, pero no me arriesgo a pensar en qué habría cambiado de cuanto hemos vivido como familia, porque todo cuanto hemos vivido me parece perfecto, tanto la alegría como el dolor.
Siempre que he dicho “mamá”, ella ha estado ahí, nunca me ha fallado siempre que la he necesitado. Una mujer segura, firme, fuerte, exigente consigo misma (y un poquito con los demás jeje), con grandes valores como el de la lealtad, el amor, el respeto, la escucha, la comprensión, el perdón, la espiritualidad, dignidad, cercanía, atención y detalle, y sobre todo, servicio. Algo tan latente en ella, que cualquiera a su lado querría ser como ella. Y sin embargo, mi madre no me permitió ser como ella, pero sí me mostró que puedo ser yo misma y tener también todos estos valores. Gracias, gracias, gracias.
No existe una manera correcta de ser madre, pero debo reconocer que ella tuvo un estilo materno único, un gran ejemplo. Una gran mujer, de la que aprendí mucho de lo que hoy soy.
Si algo me ha gustado a lo largo de mi vida junto a mi madre es, que disfruto del espacio que creamos para charlar, y yo siento que ella también lo disfruta. Nos hacemos compañía con respeto, comprensión y sobre todo, con el corazón abierto a todo lo que ocurra en ese maravilloso momento.
Nunca me faltaron los besos y abrazos, quizá por ello, si tantos recibí, tantos ahora siento necesidad de dar al mundo.
Por todo cuanto he contado, y por cuanto no he contado por no extenderme demasiado, por aquello que permanece en la intimidad familiar y por aquello que solo sabría expresar el amor, cuando digo “mamá” siento que ella está ahí, que nunca me ha fallado y que siempre que la he necesitado, siempre ha estado, con respeto y de manera incondicional, con ese amor que caracteriza a una madre.
Debo decir al lector, mientras saboreo el bizcocho con trocitos de melocotón que está delicioso y era habitual en los veranos familiares, que lo he hecho en honor a mi madre y a la madre que la parió que es mi abuela… a todas las mujeres de mi sistema familiar, que tanto tuvieron que vivir y padecer y sacrificar también, a todas ellas para que sepan que su esfuerzo no fue en vano, pues hoy una mujer de su sistema se siente feliz y agradecida por la vida.
Recibo la fuerza de mi sistema y lo honro con mi vida, cuanto soy y cuanto hago. Gracias, gracias, gracias.